“Cuando seas más grande lo vas a entender”, “Todavía sos chico” ¡Odiaba que me dijeran eso! ¿Por qué tengo que esperar para todo? ¿Por qué todo “mañana”? ¿y si el mañana no llega? ¿y si mañana ya no me interesa lo que quiero hoy? Seré ansioso, seré caprichoso, pero es obvio que mañana no va a ser lo mismo.
Alguna vez un nene me dijo “¿Y para qué cuernos quiero ser grande cuando sea grande?... ¡Yo quiero ser grande ahora!”. Cómo me recordó a mi infancia esa frase.
Esperar. Siempre esperar
Un gran ejemplo para poder explicar mejor mi bronca hacia este temita de posponer, esperar, que no sea el momento, etc., etc., es, seguramente, mi historia con Cintia o “La Rubia”.
Con sólo nombrarla se me pone la piel de gallina. Es inexplicable lo que sentía por ella. Yo sé que a todos les gustaba, no era para menos. Pero a mí no me pasaba sólo eso… había algo más. Yo soñaba con ella, alguien pronunciaba ese nombre (o algo que sonara como su nombre; sí a ese extremo llegaba) y esas famosas maripositas me hacían cosquillas en la pancita (intento ilustrarlo de otra forma, pero no me sale, nada lo explica mejor que esa frase trillada).
Cada vez que la veía en el recreo me ponía colorado, en serio. Nunca me iba a animar a hablarle. Un abismo nos separaba; yo estaba en cuarto grado, ella en séptimo.
Todos la miraban, a todos les gustaba, ¿qué me iba a dar bola a mí…?
Así que me limité a mirarla. Por ahí demasiado, pero no me quedaba otra. Creo que conocía cosas suyas que ni su amigovio conocía. Dudo que él hubiese notado esos tres lunares que tenía en su rodilla, uno al lado del otro, como Las Tres Marías, o el remolino en el pelo, que sólo se notaba cuando se lo dejaba suelto (porque ella siempre iba con una colita bien tirante, de esas que le dejan los ojos medios achinaditos).
Sé que si la describo la mayoría va a pensar que era de esperarse que me gustase, pero no era sólo lo físico; su pelo rubio, sus ojos celestes (un chico una vez le dijo que eran tan transparentes que se le podía ver el cerebrito por ahí… y se ligó un bife bien merecido), sus dientes perfectos, sin aparatos y miles de cosas más; todo tenía lindo. A mi me atraían más otras cualidades: su forma de caminar, su risa, cómo movía las manos cuando hablaba, su perfume (lo pude sentir dos veces), su voz, sí eso, su voz.
Nunca me iba a animar.
Me acuerdo como si fuera hoy cuando los chicos de séptimo empezaron a pegar cartelitos invitando a todos los chicos de quinto grado para arriba a su baile. Esos bailes que se hacen para juntar plata para el viaje de egresados. Iba a hacerse en el patio grande del colegio, el viernes.
Era el comentario de todos; el baile, el bendito baile.
Y yo ahí, en cuarto grado… ¿por qué? ¡Por un sólo año no podía ir! Ni loco. Voy.
Y llegó el viernes. Yo me mandé igual. Le dije a mi mamá que me espere en la puerta, así si no me dejaban entrar, me volvía.
Carlitos, el profe de gimnasia estaba en la entrada, y era obvio que me iba a rebotar, pero justo dos chicos se empezaron a pelear afuera y él los fue a separar. Ni lo dudé. Desde adentro, a través de un ventanal la saludé a mi mamá y me perdí entre la multitud.
Nadie nunca se enteró que yo me había colado. Mejor.
No voy a contar lo mucho que me aburrí esa tarde, los chicos por un lado, las chicas por el otro… un embole. Lo que sí me parece importante relatar es un momento que dejó una huella muy importante en mi vida.
Yo estaba sentado en una escalerita comiendo un pancho con una Coca (tenía hambre) y veo acercarse a Cintia (¡sí! ella misma), llorando. Se sentó cerca mío, no hace falta ni decir que no notó mi presencia. Lloraba, mucho.
-¿Qué te pasa? ¿por qué estás triste? – no sé cómo, pero me animé a preguntarle-.
-Dejame tranquila nene. No te metas
-¿Te peleaste con él no? – yo sabía que su amigovio la había dejado-
-…
-Si no querés no me digas nada, pero escuchame; vos podés tener a quien quieras. Hacés mal en llorar por ese…
-¿Qué sabes vos? –por lo menos me dijo algo-.
-Yo sé, con verte cualquiera se daría cuenta de eso.
Secándose las lágrimas me dijo que yo era un caballero (ja) y que ya se le iba a pasar.
-Qué lástima que sos chiquito, sino te hubiera elegido a vos. – Me dio un beso en el cachete y se fue-.
Esas maripositas que tenía en mi panza de niño se convirtieron en murciélagos… y me atoré con el pancho. ¿“Qué lástima que sos chiquito”? ¡Noooo!
Y bueno, como para estar contento con ser un nenito pequeño…
Terminó el año, pasó a la secundaria (en contra de mis deseos de que repitiera) y no la ví más.
Bueno, en realidad sí que la vi, pero hace poco, once años después.
Seguía siendo rubia, seguía teniendo esos ojazos, pero ya no era igual, no del todo.
Si no calculé mal, las balanzas le estarían mostrando tres cifras. Y su andar ya no era el mismo.
¡Pero era Cintia che! No me arrepiento de nada…
Charla va, charla viene, sin darme cuenta había superado mi miedito a hablarle. Conversamos de la escuela, de nuestras vidas, de aquél baile (yo lo recordaba más que ella), de todo un poco. Una cosa llevó a la otra, pasó lo que tenía que pasar.
Nadie se imagina lo que es cumplir un deseo que te quedó atravesado por tantos años, sólo los que lo vivimos.
No será la mujer más linda del mundo, pero alguna vez lo fue y aunque está medio pelada y no se le nota tanto el remolino, los tres lunares siguen ahí, en el lugar donde teóricamente iría la rodilla (que casi ni se distingue del resto de su piernita) y su voz, esa voz, sigue siendo casi la misma, un poco disfónica por tanto cigarrillo, pero me recuerda mucho a La Rubia que me volvía loco.
Y esta vez no se me escapa, ya no soy más “chiquito”.
Alguna vez un nene me dijo “¿Y para qué cuernos quiero ser grande cuando sea grande?... ¡Yo quiero ser grande ahora!”. Cómo me recordó a mi infancia esa frase.
Esperar. Siempre esperar
Un gran ejemplo para poder explicar mejor mi bronca hacia este temita de posponer, esperar, que no sea el momento, etc., etc., es, seguramente, mi historia con Cintia o “La Rubia”.
Con sólo nombrarla se me pone la piel de gallina. Es inexplicable lo que sentía por ella. Yo sé que a todos les gustaba, no era para menos. Pero a mí no me pasaba sólo eso… había algo más. Yo soñaba con ella, alguien pronunciaba ese nombre (o algo que sonara como su nombre; sí a ese extremo llegaba) y esas famosas maripositas me hacían cosquillas en la pancita (intento ilustrarlo de otra forma, pero no me sale, nada lo explica mejor que esa frase trillada).
Cada vez que la veía en el recreo me ponía colorado, en serio. Nunca me iba a animar a hablarle. Un abismo nos separaba; yo estaba en cuarto grado, ella en séptimo.
Todos la miraban, a todos les gustaba, ¿qué me iba a dar bola a mí…?
Así que me limité a mirarla. Por ahí demasiado, pero no me quedaba otra. Creo que conocía cosas suyas que ni su amigovio conocía. Dudo que él hubiese notado esos tres lunares que tenía en su rodilla, uno al lado del otro, como Las Tres Marías, o el remolino en el pelo, que sólo se notaba cuando se lo dejaba suelto (porque ella siempre iba con una colita bien tirante, de esas que le dejan los ojos medios achinaditos).
Sé que si la describo la mayoría va a pensar que era de esperarse que me gustase, pero no era sólo lo físico; su pelo rubio, sus ojos celestes (un chico una vez le dijo que eran tan transparentes que se le podía ver el cerebrito por ahí… y se ligó un bife bien merecido), sus dientes perfectos, sin aparatos y miles de cosas más; todo tenía lindo. A mi me atraían más otras cualidades: su forma de caminar, su risa, cómo movía las manos cuando hablaba, su perfume (lo pude sentir dos veces), su voz, sí eso, su voz.
Nunca me iba a animar.
Me acuerdo como si fuera hoy cuando los chicos de séptimo empezaron a pegar cartelitos invitando a todos los chicos de quinto grado para arriba a su baile. Esos bailes que se hacen para juntar plata para el viaje de egresados. Iba a hacerse en el patio grande del colegio, el viernes.
Era el comentario de todos; el baile, el bendito baile.
Y yo ahí, en cuarto grado… ¿por qué? ¡Por un sólo año no podía ir! Ni loco. Voy.
Y llegó el viernes. Yo me mandé igual. Le dije a mi mamá que me espere en la puerta, así si no me dejaban entrar, me volvía.
Carlitos, el profe de gimnasia estaba en la entrada, y era obvio que me iba a rebotar, pero justo dos chicos se empezaron a pelear afuera y él los fue a separar. Ni lo dudé. Desde adentro, a través de un ventanal la saludé a mi mamá y me perdí entre la multitud.
Nadie nunca se enteró que yo me había colado. Mejor.
No voy a contar lo mucho que me aburrí esa tarde, los chicos por un lado, las chicas por el otro… un embole. Lo que sí me parece importante relatar es un momento que dejó una huella muy importante en mi vida.
Yo estaba sentado en una escalerita comiendo un pancho con una Coca (tenía hambre) y veo acercarse a Cintia (¡sí! ella misma), llorando. Se sentó cerca mío, no hace falta ni decir que no notó mi presencia. Lloraba, mucho.
-¿Qué te pasa? ¿por qué estás triste? – no sé cómo, pero me animé a preguntarle-.
-Dejame tranquila nene. No te metas
-¿Te peleaste con él no? – yo sabía que su amigovio la había dejado-
-…
-Si no querés no me digas nada, pero escuchame; vos podés tener a quien quieras. Hacés mal en llorar por ese…
-¿Qué sabes vos? –por lo menos me dijo algo-.
-Yo sé, con verte cualquiera se daría cuenta de eso.
Secándose las lágrimas me dijo que yo era un caballero (ja) y que ya se le iba a pasar.
-Qué lástima que sos chiquito, sino te hubiera elegido a vos. – Me dio un beso en el cachete y se fue-.
Esas maripositas que tenía en mi panza de niño se convirtieron en murciélagos… y me atoré con el pancho. ¿“Qué lástima que sos chiquito”? ¡Noooo!
Y bueno, como para estar contento con ser un nenito pequeño…
Terminó el año, pasó a la secundaria (en contra de mis deseos de que repitiera) y no la ví más.
Bueno, en realidad sí que la vi, pero hace poco, once años después.
Seguía siendo rubia, seguía teniendo esos ojazos, pero ya no era igual, no del todo.
Si no calculé mal, las balanzas le estarían mostrando tres cifras. Y su andar ya no era el mismo.
¡Pero era Cintia che! No me arrepiento de nada…
Charla va, charla viene, sin darme cuenta había superado mi miedito a hablarle. Conversamos de la escuela, de nuestras vidas, de aquél baile (yo lo recordaba más que ella), de todo un poco. Una cosa llevó a la otra, pasó lo que tenía que pasar.
Nadie se imagina lo que es cumplir un deseo que te quedó atravesado por tantos años, sólo los que lo vivimos.
No será la mujer más linda del mundo, pero alguna vez lo fue y aunque está medio pelada y no se le nota tanto el remolino, los tres lunares siguen ahí, en el lugar donde teóricamente iría la rodilla (que casi ni se distingue del resto de su piernita) y su voz, esa voz, sigue siendo casi la misma, un poco disfónica por tanto cigarrillo, pero me recuerda mucho a La Rubia que me volvía loco.
Y esta vez no se me escapa, ya no soy más “chiquito”.